Voy a cortar leña

Al gran pueblo argentino, salud. Cero. Me cuesta creer que alguien vaya a leer esto. Tengo que decidir entre ser totalmente sincero, dejarme llevar por el flujo de pensamientos, que a esta hora de la mañana, sin haber desayunado, brota como la descarga del inodoro, esto es, que sea lo que dios quiera, o impostar un narrador y que sea lo que yo quiera. Una vez mostré un texto así, del estilo automático, en un taller de escritura y el tipo, el tallerista, se me cagó de risa. Está lleno de lugares comunes, me dijo. Hay que pensar antes de escribir, decía. Otra vez, en el mismo taller, en un cuento yo había puesto, lo recuerdo como si fuera hoy, “en el radioreloj las horas se desangraban”. El tipo después lo usó como leit motiv cada vez que aparecía un lugar común en un texto. ¿Vendrá de ahí mi trauma con los lugares comunes? ¿Escribir no es un lugar común de la vida? Y ahora me acordé de la vez que en ese mismo taller llevé un cuento breve, del que aún estoy orgulloso, en el que utilizaba ciertas palabras en griego y el tipo, el tallerista, digo, se me cagó de risa como dos minutos seguidos. Yo había empezado a reírme con él hasta que me puse serio y terminé bajando la mirada. Me sentí humillado. Además, un poco que sus libros me deslumbraban por ese entonces. Años después, ya entrado en la vejez, el tipo publicó la que hasta hoy es su última novela. La compré sólo para comprobar que era una mierda, y tal cual, la novela es completamente olvidable. Un poco me sentí contento. Uno. Ayer se murió Busqued. No leí nada de él. En estos tiempos, lo correcto es la incorrección política. Este pibe se muere y mis amigos se hacen la paja con la fatalidad y comparten opiniones en Twitter sobre lo genial que son sus libros. No leí nada de Busqued. Nico, que lee novedades como quien mira series en Netflix, salió con que el mejor era Magnetizados. Y acto seguido compartió una síntesis del libro. ¡Es un caso real, boludo!, dijo fuera de sí. Lucas le respondió con que el mejor era Bajo este sol tremendo. “Ahora que se murió tal vez lea algo de él”, les escribí. Ninguno me festejó el chiste. Ese fue el segundo chiste que me ignoraron, en realidad; el primero había sido realmente pésimo: “el que busqed encuentra”, les había puesto. Qué sé yo, me gustan los juegos de palabras. Luego me entero de que Lucas era, no sé si su amigo, pero al menos alguien bastante cercano a Busqued, así que le escribí por privado, a Lucas. Le pedí disculpas por mi “humor negro”. Me dijo que estaba todo bien, que había entendido que lo decía en joda, pero que era una pena que no quisiera leer a Busqued, porque “el Oso” (sí, se refirió a él como “el Oso”) había sido un gran escritor y además era un tipo muy piola, muy agradable, “nada que ver con la imagen que daba en las redes”. Me dolió que se refiriera al tipo muerto con su sobrenombre; me daba a entender que yo hablaba sin saber. Entonces, quemé las naves. Me excusé anoticiándolo de que a mi vieja le habían encontrado un cáncer de pulmón la semana pasada, y que si no me mantenía en un estado de joda permanente sentía que era el fin; hacía diez años mi viejo, ahora mi vieja, ¿qué otra mierda me podía pasar? Fue una movida chota de mi parte tirarle un vómito ácido de lástima encima, lo sé, ¿pero acaso le mentía? Además tenía la necesidad de contárselo a alguien. Y la verdad es que me chupa un huevo la muerte de alguien a quien no conocía. Muere gente todos los días, a cada hora, a cada minuto. Y me revienta que cuando un escritor, cantante, artista o lo que mierda sea, muere de manera repentina, en las redes arranque una marea de elogios y nadie se prive de competir en mostrar quién lo conocía mejor. Uno de estos escritores publicó una selfie donde Busqued aparecía atrás a un costado, fuera de foco. Prefiero las necrológicas de los diarios. Me acordé de cuando murió Anabel. Ahí sí que estuve triste, incluso lloré. Aún no pude volver a leer nada de ella. Tampoco me animo a borrar ni a revisar las largas sesiones de chat que manteníamos por facebook. Todo el tiempo hablábamos de literatura. Me gusta creer que ahí se encuentran las instrucciones secretas de cómo escribir una gran obra. La muerte es a la vida lo que el nacimiento es a la muerte: cero uno cero. Vistos desde lejos, somos luces apagadas que titilan una sola vez. Conexión, desconexión. Dos. Anoche terminé el día leyendo unas necrológicas sobre Busqued. Me di cuenta de que lo seguía en Twitter. “Un mundo de dolor”, se llamaba su cuenta. Publicaba aviones de combate. Un poco facho. Creo que lo empecé a seguir porque alguien me dijo que lo siguiera, que era “genial”. Andá a saber, debe haber sido en los albores de Twitter. Qué verga que es Twitter y todos esos comentarios filosos y secos, como escribió Manola un día en el taller. En una entrevista que le dio a Infobae, Busqued dijo que se sentía realizado por haber publicado en Anagrama, porque él era un cliente de Anagrama que tenía un montón de la colección amarilla. Y que su libro estuviera ahí le parecía un logro. Me dio un poco de ternura y de tristeza. No por él. Por mis amigos que leen porque leer es cool. Cuando empiezan a hablar sobre lo que están leyendo y se nota que repasan las novedades se me inflan los huevos. Ante la pregunta de qué estoy leyendo, les digo que Dostoyevsky o Flaubert. No sé por qué son mis amigos. Debería cambiarlos. Tres. Hoy voy a cortar leña. Me desperté tarde. Hay que juntar para el invierno, porque acá hace mucho frío en invierno. El gas es caro, la electricidad más, sólo quedan la salamandra y el hogar. La leña la da el propio monte. Es cuestión de cortar los troncos de los árboles talados durante el verano pasado y de derribar algunos nuevos para hacerlos leña más adelante. A la madera le lleva un tiempo secarse, pero en trozos pequeños va mejor. Utilizamos una motosierra. Antes teníamos una de primera marca, a combustión, pero el último inquilino se la robó, con un montón de otras herramientas. Mi vieja dice que ahora el tipo está preso, porque lo venían siguiendo de otras estafas. No sé, creo que fabula mi vieja. La cuestión es que fue empezar de nuevo. Esta vez compramos una motosierra eléctrica, bien pequeña. Dudábamos de su eficacia, pero la verdad es que hasta ahora ha dado buenos resultados. Cuatro. Debería anotar lo que soñé. Pero es muy largo. Soñé mucho. Y no hay mucho para descifrar en lo que soñé. Todo se me presenta tan literal. Cinco. Me acordé de un grafitti que habían pintado en Marcos Juárez en los 90’: “La fama cuesta, la batalla era más barata”. Lo habían escrito sobre una de las paredes de la tienda La Fama, que vendía ropa cheta. Lo gracioso era que años antes en ese mismo local había estado la tienda La Batalla, que vendía ropa popular, sin marca. Seis. Ayer debería haber escrito otra cosa. Algo que recién me doy cuenta ahora. No sé. Estoy más para balbucear que para escribir. Siete. Ayer el gato meó la cama. No es nuestro gato, ni siquiera es nuestra casa. Es un gato macho que se cuela por la ventana, viene a hacerle el novio a la gata de la casa, que está castrada. El gato no es de nadie, vive en el monte. Parece estar sano a pesar de la mugre que carga. Hace un mes no se dejaba ni tocar, no había forma de acercársele. Hoy no sólo se deja acariciar si no que también se mete en la casa. Sigue siendo cauteloso, eso sí, arisco debería decir. Surgió la idea de agarrarlo para llevarlo al veterinario, que lo vacunen. En mi opinión, habría que aprovechar y castrarlo, si no, va a mear toda la casa todos los días. Algo que no estoy diciendo y es, creo, la nota de color, es su maullido; parece el de un pavo real. No es un miau, como el de cualquier gato, es más como el de un ave de rapiña, pero gigante. La primera vez que lo oí se me cortó la respiración. Era de noche y no lograba decodificar qué ser o cosa podía producir ese sonido agudo y prolongado, como si saliera de la laringe de un chico en problemas. Ocho. Cagar es un acto consciente. Sueño que me meo, pero no me meo. Cuando era chico, la última vez que me hice en la cama, había soñado que meaba contra el revoque fresco de una pared. El chorro contra la superficie desprendía un vapor con olor particular, una mezcla entre menta y mierda de caballo. Nueve. Soñé con Kill Bill, yo era la novia. Era una especie de John Wick: matábamos a todos. Era todo muy loco. Al final me traicionaban y me veía obligada a huir. Prometía una segunda parte. Diez. Cuando me río de verdad a veces suelto un ronquido un poco de chancho que si lo percibo me saca del estado que me había provocado la carcajada, como si me recordara que soy humano, que la felicidad es una mentira y que alguna vez voy a morir. Once. Con todo lo que anduvo mal, nada puede salir bien con esa planta. Serán flores amargas. Las flores del mal. Habría que releerlas. Recuerdo lo que me decía Anabel: “Pocas cosas hacemos bien, mejor no innovemos”. Doce. Me desperté con la alarma del teléfono. Salí del sueño como de una asfixia. No recuerdo bien. Si pienso un poco, alguna imagen podría rescatar. Guardo algunas sensaciones. Impotencia, angustia, miedo, ansiedad. Algo con barro y ramas. Trece. Me preocupa el ruido que hace la heladera. Es nueva, no debería hacerlo. Creo que está desnivelada. Ayer me preguntaron si pensaba que podía llegar a la vacuna sin enfermarme. Voy a desayunar criollitos.


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