Cuerpo sudado

Hace unos días desperté de madrugada, empapada en sudor, por una temible pesadilla. Viajaba en un taxi hacia casa. Iba apurada y me sentía sucia e inmoral, sensaciones que se manifestaban con un vacío en el estómago y una cosquilla en la vejiga. Había atravesado una jornada laboral cargada de reuniones y discusiones de vital importancia para la marcha de la empresa, pero en ese momento, a bordo del taxi, el temor se debía a otra cosa: el cumpleaños de mi hija. Me lo había olvidado por completo. Es más, había salido de casa sin siquiera recordarlo, nada podía ser peor. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. El mundo se venía abajo y yo con él; debía fijar mi pensamiento en algo concreto para no caer. Héctor no entiende que me cueste mantener la atención en diferentes temas a la vez; él puede, casi todo el mundo puede, yo no. Soy incapaz de hablar más de un idioma a la vez, sé decirle, cuando discutimos sobre el asunto, cosa que sucede muy a menudo. A veces razono conmigo misma acerca de esto y de mi forma de ver el mundo y de encarar la vida, y siempre llego a la conclusión de que mi mente funciona como un objetivo fotográfico incapaz de cerrar su diafragma para enfocar todos los planos a la vez. Carezco de profundidad de campo, diría si fuera fotógrafa, porque soy capaz divisar con nitidez cualquier plano, pero uno a la vez; el resto, la bruma. Sucede mientras escribo estas líneas, no puedo dejar de pensar en la pesadilla o en el sudor de madrugada ni en la mirada del taxista en el retrovisor que busca ver más abajo de mi cuello humedecido: en el sueño el sudor también había mojado mi cuerpo; la ropa empapada, pegada a la piel, como pintada. De mis sienes brotaban gotas que corrían por las mejillas hasta el cuello, donde sumadas al resto de gotas surgidas de otros poros, juntas, me invadían la camisa y neutralizaban la natural opacidad de sus fibras. Todo eso, dije, es captado por el taxista a través del espejo retrovisor mientras maneja por la avenida. No podría asegurar si en la pesadilla original mi cuerpo sudaba, pero qué realidad, qué verdad, qué peso fáctico tiene cualquier suceso onírico por fuera de los márgenes de su recuerdo. Si condujera un programa de radio nocturno sobre filosofía barata diría: ¿Qué es un sueño si no se lo recuerda? Es sabido que el recuerdo posee una superficie que absorbe todo líquido presente al momento de invocarlo, recordar no es otra cosa que tironear para arrancar detalles a la masa gomosa y homogénea sin forma que es el olvido. El taxista, por ejemplo, un hombre de unos sesenta años, canoso, me recuerda mucho a Alfonso, un viejo empleado de la empresa. ¿O será que el señor al volante era otro en el momento de la primera pesadilla y que ahora que recuerdo los hechos, ahora que versiono esos hechos, aparece la figura de Alfonso? No es un razonamiento muy alocado, diría Héctor, y él, Héctor, sabe, porque yo le conté, que más de una vez pesqué a Alfonso con los ojos pegados a mi escote. Pero el taxista, que ahora apaga el aire acondicionado, no es Alfonso, no puede ser él aunque se le parezca tanto que hasta me hace dudar. El taxista, decía, apaga el aire acondicionado y en la radio el locutor dice que son las siete en punto, momento de noticias, pero antes de dar paso al flash informativo habla de la agobiante temperatura y hace un comentario crítico sobre el cambio climático y recomienda consciencia y respeto por el medio ambiente y, después sí, da paso al flash cuya primera noticia, de último momento, informa que fue hallada muerta, asesinada y previamente violada, una ejecutiva de una importante empresa. Helena, que escucha con atención, no puede dejar de pensar que podría ser ella la alta ejecutiva de una importante empresa, violada y asesinada, qué horror. La figuración le da más calor a Helena y una nueva ola de sudor irradia su cuerpo. La ropa se le une a la piel. El taxista busca en el espejo retrovisor la mirada de su pasajera y la encuentra, y es la mirada de una mujer de clase acomodada, de muy buena posición, lo sabe por la pilcha que viste -una fina camisa translúcida y ropa interior con mucho encaje- y porque se dirige hacia el barrio norte. El taxista también nota que la pasajera está tanto o más excitada que él y entonces enfoca su mirada en la boca de ella reflejada en el retrovisor. Una serie de sensaciones, imágenes y sonidos que incluyen un recorrido por distintas calles, una camisa rasgada, manos firmes, un callejón sin salida junto a las vías, un cuerpo sudado sobre el asiento trasero, las puertas trabadas, golpes y gritos, la radio a todo volumen, labios apretados, sensaciones que arrasan en menos de un segundo la línea de pensamiento del taxista; sin dudarlo saca el auto de la avenida al interior de un barrio desconocido, calles angostas y oscuras, ligeramente desenfocadas. Un recuerdo también puede ser un instante donde quepa una vida entera. “¿Qué pasa?”, alcanza a decirle Helena. El taxista, según ella cree recordar, gira la cabeza y cada vez más parecido a Alfonso le suelta: “Quedate tranquila, que por acá vamos bien”. La perversidad de sus intenciones asume el sonido de una risa reprimida al finalizar la frase. Si le contara todos los detalles a Héctor, piensa Helena, advertiría lo de la noche, es un detalle que a él no se le escaparía. Ahora, un instante después de despertar, Helena abre los ojos y sacude la impávida madrugada con un grito de terror. Alfonso, lejos de ahí, eyacula mientras duerme.


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