Visión de una batalla

No sé o no recuerdo a qué venía a la habitación, pero cuando abrí la puerta y vi la cama tendida me sentí tan cansado que no pude más que arrojarme sobre ella. Si bien no era mi intención, supe que en breve estaría dormido. Ahora, acostado boca arriba, miro el cielo raso, reparo en las formas amarronadas que dibuja la humedad proveniente de la terraza; una de las manchas figura el perfil de un neandertal: automatismo hídrico, pienso. Por las rendijas de la persiana, la siesta proyecta sus tentáculos solares hasta mi cara. Inicio un saludo militar y coloco la mano derecha sobre la frente, de canto, como cuando se la usa de visera para ver a lo lejos si es que viene el enemigo. El primer indicio suele ser un horizonte borroso, fuera de foco, no tanto por el calor de la tarde sino por el polvo que levantan los vasos de las bestias que monta el enemigo. Yo los he visto, pero hace mucho ya. Ahora que llegan, he perdido la cuenta de los días que pasaron desde que tomamos esta posición. El objetivo es resistir el primer ataque, y si nos hablaron de primer ataque es porque habrá otros; qué pasará luego, sólo podemos suponerlo; quizá nada, tal vez seamos nada más que un señuelo. Nos metieron coraje: Resistan, vienen por las mujeres. Dudamos de nuestras posibilidades ante el enemigo, aunque sabemos cómo combatirlo. Nos enseñaron: hay que esperar a tenerlos a quince metros antes de abrir fuego, ellos necesitan al menos diez para ser certeros. Hemos visto lo que hacen con sus víctimas. Algunos dicen que es para atemorizar. El de turno, por fin, ha dado la señal; incrédulos, nos asomamos al tope de la trinchera. Ya están aquí, y haber sentido miedo será un privilegio que pocos tendremos. Un novato pensaría que es frente de tormenta lo que oscurece el horizonte: son los salvajes montados sobre sus bestias al galope. Imagino sus caras de madera, los ojos arañados de sangre, los cuerpos envueltos en sudor y polvo. Una incandescencia plateada los corona; es la punta de lanza del líder, su venus; él será el primero en atacar, el primero en matar. ¿Quién será el primero en morir? ¿Se puede intuir la muerte? ¿Cómo probarlo? Sentido común: somos parte de ella, nace con nosotros. El frío repentino en el cuerpo es una clara señal, como una puerta que se abre en el momento de cruzarla, sin siquiera haberla visto; en fin, la muerte, la más tardía e inútil de todas las premoniciones. El suelo comienza a temblar y cierro los ojos con fuerza. Vislumbro un último pensamiento: la muerte es la verdadera metamorfosis. Supongo que la oscuridad induce a pensar en lo desconocido. Debería abrir los ojos o intentar mover el brazo que no siento, pero me asalta otra idea: la posición en la que estoy acostado; si Graciela, que acaba de llegar –he oído la puerta-, entrara a la habitación, encontraría un cadáver.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Sobre la propiedad de mi cuerpo

Sobre la postergación del deseo

Voy a cortar leña