Zoe

La noche envolvía los objetos que Zoe se llevaba por delante. El silencio del callejón agravaba el retumbar de sus pasos desacertados. Como inevitable frase hecha, un frío sudor le bañaba el rostro. Las manos que la sujetaron no hicieron más que confirmar el presagio. “No, no... por favor”, alcanzó a lloriquear Zoe, y comprendió que esos dedos extraños, como gnomos, no se detendrían hasta el final de su cuerpo.
La contracción abdominal no alcanzó para frenar las envestidas.
Zoe hubiese preferido un puñal.

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