Lo siento. Está muerto.

Lo siento. Está muerto. Imposible, dijo Víctor, ¡aumenta la potencia! Enseguida, dijo uno de los asistentes. Víctor tomó los electrodos, abrió los brazos mirando al cielo y murmuró algo. El asistente giró la perilla hacia la posición de máxima potencia. ¡Ahora!, dijo. Víctor aplicó tres veces los electrodos sobre el cuerpo tendido en la mesa y luego se apoyó sobre él, tratando de oír. Se dio vuelta y gritó: ¡Está vivo! Los asistentes, incrédulos, miraron a Víctor. Detrás, el monstruo se ponía en pié.

Lo siento. Está muerto. Le juro que aplicamos todo nuestro empeño, pero no hubo caso. Cuando nos dimos cuenta que se nos iba, llamamos enseguida al médico, que no tardó en venir, y colaboramos en todo lo que nos pidió. En un momento pareció reaccionar, así que me acerqué y lo vi mover los labios. Quería decir algo, estoy seguro, pero no hubo caso, ningún sonido salió de su boca. Es una lástima, jefe, yo estaba seguro de que éste cantaba.


Lo siento. Está muerto. La mujer lloró. El joven que estaba a su lado la abrazó, pero sonreía. Horas más tarde, el mismo joven, acompañado de otros tres, abrió una gran puerta ventana; desde la calle una multitud lo vio salir al balcón del palacio: ¡Muera el rey, viva rey! El joven sonrió, abrió los brazos y agradeció al cielo.

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