Romano versus la daga (iii)
—¡Pero qué tonto soy! —dijo el médico de repente—. Cierto que usted no la vio venir. Tampoco pudo enterarse de todo lo que se ha dicho durante estos días en los medios sobre la daga, sobre el misterio de su aparición, sobre la forma en que voló, y de usted... de usted se habla todo el tiempo, hasta hay periodistas con cámaras haciendo guardia en la puerta del hospital.
—¿Estos días, dijo?
—Sí, quince días, para ser preciso. Ayer, por primera vez, usted volvió en sí, me refiero a que salió del coma profundo. Igual, dudo de que recuerde lo que dijo ayer apenas reaccionó, porque eran frases sin sentido, pero eso nos dio la pauta de que estaba recuperándose y de que pronto recobraría la conciencia.
—¿Quince días en coma?
—En coma, catorce, exactamente.
—Pero ¿por qué no me sacaron la daga del pecho?
—La pregunta que debería hacerse es por qué la herida no derramó ni una gota de sangre.
Romano volvió a mirar hacia su pecho, hacia el cabo negro del arma blanca que misteriosamente se había clavado en él.
—¿Ni una gota? —dijo Romano.
—Es el primer caso en la historia —dijo el médico—. Imagínese cómo están las autoridades de la ciudad, ni hablar de los directivos del hospital.
—Pero, ¿cuándo me la van a sacar?
—Es que todavía no sabemos si es seguro quitarla, lo estamos discutiendo.
—¿Quiénes lo están discutiendo?
—Nosotros, los médicos del hospital, quién más si no. Usted le ha dado trabajo a todos. En la universidad están ocupados en determinar si la daga fue dirigida a usted a propósito o si, casualmente, usted fue quien se interpuso en su trayectoria. Los investigadores de la policía están buscando al autor material y al intelectual, aunque yo opino que son la misma persona.
—La misma persona... —repite Romano en tono pensativo— ¿Y no puede infectarse?
—¿La herida? Si no se infectó después tantos días, no hay motivo por el cual debamos temer que vaya a suceder ahora. Y por la daga quédese tranquilo, que ya vamos a encontrar la manera de quitarla sin dañar su corazón.
—¿...?
—Sí, entró justo, más justo imposible, tanto que... un poco más o... un poco menos adentro y yo opino que usted estaría muerto. A eso se debe la ausencia de sangre, es mi punto de vista, claro está.
—¿Estos días, dijo?
—Sí, quince días, para ser preciso. Ayer, por primera vez, usted volvió en sí, me refiero a que salió del coma profundo. Igual, dudo de que recuerde lo que dijo ayer apenas reaccionó, porque eran frases sin sentido, pero eso nos dio la pauta de que estaba recuperándose y de que pronto recobraría la conciencia.
—¿Quince días en coma?
—En coma, catorce, exactamente.
—Pero ¿por qué no me sacaron la daga del pecho?
—La pregunta que debería hacerse es por qué la herida no derramó ni una gota de sangre.
Romano volvió a mirar hacia su pecho, hacia el cabo negro del arma blanca que misteriosamente se había clavado en él.
—¿Ni una gota? —dijo Romano.
—Es el primer caso en la historia —dijo el médico—. Imagínese cómo están las autoridades de la ciudad, ni hablar de los directivos del hospital.
—Pero, ¿cuándo me la van a sacar?
—Es que todavía no sabemos si es seguro quitarla, lo estamos discutiendo.
—¿Quiénes lo están discutiendo?
—Nosotros, los médicos del hospital, quién más si no. Usted le ha dado trabajo a todos. En la universidad están ocupados en determinar si la daga fue dirigida a usted a propósito o si, casualmente, usted fue quien se interpuso en su trayectoria. Los investigadores de la policía están buscando al autor material y al intelectual, aunque yo opino que son la misma persona.
—La misma persona... —repite Romano en tono pensativo— ¿Y no puede infectarse?
—¿La herida? Si no se infectó después tantos días, no hay motivo por el cual debamos temer que vaya a suceder ahora. Y por la daga quédese tranquilo, que ya vamos a encontrar la manera de quitarla sin dañar su corazón.
—¿...?
—Sí, entró justo, más justo imposible, tanto que... un poco más o... un poco menos adentro y yo opino que usted estaría muerto. A eso se debe la ausencia de sangre, es mi punto de vista, claro está.
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