Romano versus la daga (iv)
—Los hombres podrán cansarse de comer, de beber e incluso de hacer el amor, pero jamás de ir a la guerra. Es una máxima de los griegos, ¿la conoce?
Perales hace malabares con un cigarrillo apagado entre sus dedos. En los hospitales, como se sabe, no se permite fumar. De la otra mano de Perales cuelga un grabador de voz, encendido, a juzgar por la pequeña luz roja que titila. Como es de esperarse, Perales camina de un lado a otro mientras hace las preguntas. Romano alterna la mirada entre él, el parque detrás del vidrio de la venta y el cabo negro de la daga clavada en su pecho. Guarda silencio. Pero no porque piense que no debe responder a las preguntas de Perales, no; el silencio de Romano se debe a una sensación que no alcanza a explicarse a sí mismo. Sabe que alguna vez se sintió así pero le cuesta recordar, aunque después un rato se instala en su conciencia un recuerdo extraño relacionado con la muerte de sus padres. Ellos habían dejado el mundo de manera violenta y la noticia le llegó a Romano en boca de Martina, su novia en ese entonces. Ella había llegado corriendo a la puerta de la escuela, justo cuando él salía de clases. Martina lloraba y le contaba la trágica noticia. Él la miró, como si no entendiera lo que ella le decía. Al final, Romano cerró los ojos y después de agachar por un instante la cabeza volvió a mirarla; buscó la frase exacta en su pensamiento y le soltó: No te quiero más, Martina. Nada más eso, ni un beso de despedida, Romano se iba y ni siquiera giraba la vista atrás, y Martina lloraba.
—Claro que conozco esa máxima, nos la enseñaron en la escuela, en clase de griego —dice, al fin, Romano—. Aunque no es una máxima, como dice usted, es en realidad un adagio.
—¿Sabe griego? —dice Perales.
—Lo olvidé hace tiempo. —Romano hace otro de sus silencios—. La lengua es como un músculo, si no se ejercita, se atrofia.
—Lástima, la inscripción en la empuñadura parece estar en griego.
Perales hace malabares con un cigarrillo apagado entre sus dedos. En los hospitales, como se sabe, no se permite fumar. De la otra mano de Perales cuelga un grabador de voz, encendido, a juzgar por la pequeña luz roja que titila. Como es de esperarse, Perales camina de un lado a otro mientras hace las preguntas. Romano alterna la mirada entre él, el parque detrás del vidrio de la venta y el cabo negro de la daga clavada en su pecho. Guarda silencio. Pero no porque piense que no debe responder a las preguntas de Perales, no; el silencio de Romano se debe a una sensación que no alcanza a explicarse a sí mismo. Sabe que alguna vez se sintió así pero le cuesta recordar, aunque después un rato se instala en su conciencia un recuerdo extraño relacionado con la muerte de sus padres. Ellos habían dejado el mundo de manera violenta y la noticia le llegó a Romano en boca de Martina, su novia en ese entonces. Ella había llegado corriendo a la puerta de la escuela, justo cuando él salía de clases. Martina lloraba y le contaba la trágica noticia. Él la miró, como si no entendiera lo que ella le decía. Al final, Romano cerró los ojos y después de agachar por un instante la cabeza volvió a mirarla; buscó la frase exacta en su pensamiento y le soltó: No te quiero más, Martina. Nada más eso, ni un beso de despedida, Romano se iba y ni siquiera giraba la vista atrás, y Martina lloraba.
—Claro que conozco esa máxima, nos la enseñaron en la escuela, en clase de griego —dice, al fin, Romano—. Aunque no es una máxima, como dice usted, es en realidad un adagio.
—¿Sabe griego? —dice Perales.
—Lo olvidé hace tiempo. —Romano hace otro de sus silencios—. La lengua es como un músculo, si no se ejercita, se atrofia.
—Lástima, la inscripción en la empuñadura parece estar en griego.
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