Azul

Recuerdo el día que la vi por primera vez. Yo estaba con Azul, mi única amiga por entonces. Nos habíamos sentado en la puerta de la heladería del frente de la plaza, a ver pasar gente. Era la costumbre dar la vuelta al perro y luego sentarse a tomar un helado y ver cómo la daban otros. Hacía veinte minutos que estábamos ahí; Azul conocía a casi todos los que pasaban y me los señalaba a la vez que me relataba una pequeña biografía de cada uno. En una de esas, Azul me dice: Mirá, ahí va la Juanita. Así que esa es la famosa, le dije. Sí, esa es la famosa más puta de todas, la que se coge al Walter, tu vecino, ese que se me hace el banana a mí. Era cierto, Azul no se equivocaba, el Walter le entraba a la Juanita o ella a él, mejor dicho. También era cierto que el Walter se le hacía el banana a Azul. La fanfarroneaba, recuerdo, cuando nos bañábamos en la pileta de casa; el Walter colgado del tapial, haciéndose el pistola, lo recuerdo. Esa Azul amiga tuya, me decía a veces él, debe culear lindo. Pobre pibe, creía que todas las pendejas eran como la Juanita. Estaba muy equivocado, la Juanita era una mina única.

La conocí durante las jornadas intercolegiales de teatro. Me tocaba hacer de oficinista en una obra escrita por la profesora de literatura. Era un oficinista suicida, al que la rutina y la injusticia lo abrumaban hasta terminar con él. La cuestión es que debía vestirme como oficinista y nunca me había atado una corbata; supuse que cualquiera de mis compañeros podría resolverlo el día de la obra. Pero no fue así. Llegado el momento nadie tenía ni la más mínima idea de cómo debía hacerse un nudo de corbata, ni siquiera la profesora, que sellaba así su fama de solterona. Alguien fue a pedir ayuda entre los conocidos del público. Mientras, intenté hacerlo por mi cuenta, pero ni por casualidad quedaba parecido a un nudo de corbata. Peor aun, mi último intento resultó en un hermoso nudo de marina, imposible de desatar. Estaba luchando para no morir asfixiado, cuando alguien me dijo: A ver, prestame a mí, quedate quieto. No hace falta decir que era ella, la Juanita, la que me ofrecía su ayuda. Su mano era experta. Yo la miraba de reojo hacia abajo, callado, respirando por la nariz, con la vista perdida por el costado de su rostro. Dos dedos se apoyaban en mi pecho, mientras el resto movía las tiras. Luego sujetó el nudo con una mano y tiró con la otra para ajustarlo. Listo, me dijo, te queda preciosa. Gracias, le dije, Juanita, pensé. Éxito con la obra, me dijo. Gracias, le dije de nuevo, Juanita, pensé otra vez. Me sonrió. Me llamo Juana y ¿vos…?

Lo que pasó con la Juanita me abrió la puerta a un mundo diferente, más allá de las lecciones de sexo que ella me brindó a lo largo de tres meses, y mi amistad con Azul sufrió un cambio drástico. Primero, mientras duró la euforia, a Azul le contaba todo lo que la Juanita me hacía y ella escuchaba entusiasmada y me exigía cada vez más detalles, como si de una investigación se tratara. A veces ers yo el que intentaba cambiar de tema, pero ella quería saber más y más; con el tiempo pasó a ser ella la que cambiaba de conversación y ya en el tercer mes, cuando el asombro fue desapareciendo, mi amistad con Azul perdió fuerza. Llegaron las fiestas, las vacaciones y luego las clases; habíamos iniciado caminos diferentes.

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