El pasto volverá a crecer

I


Cuando al fin abriste la puerta y entraste, ya era tarde.

Los cubiertos y tu plato limpio sobre la mesa. Mi codo derecho. Un cenicero: dos colillas y un cigarrillo encendido. Migas de pan sobre el mantel. Un vaso con vino a la mitad. Mi plato sucio.
Estoy sentado: el tele encendido (empieza ese programa que siempre nos quedamos mirando hasta tarde, entre bostezos y risas). El pastel de carne tibio y la cubetera en pleno deshielo. En la cocina, la mesada parece el escenario de unas de las cruzadas: cociné. No festejábamos nada; fue tan sólo un gesto, un impulso que no pude reprimir. Pero no estabas ahí para merecerlo y, cuando al fin abriste la puerta y entraste, fue demasiado tarde.
Colgás tu piloto y te quedás al lado del perchero. La rabia que siento contiene la risa que me provoca verte así, empapada, con los pelos revueltos por el viento. La excusa, lo más probable, será una salida con tu grupo de teatro. Pero no aceptaré razones ni disculpas, ningún estuve por llamarte podrá calmarme. Quizá sólo baste un abrazo, mudo, de tu parte. Y entonces descansaré mi pómulo en tu hombro y vos me pedirás que me calme y también serás presa del desasosiego y comenzarás a besarme.

Después, en silencio, fumamos y miramos la tele.

Comienzo a levantar los platos de la mesa. Parado frente a la puerta de la cocina, me doy vuelta y te digo: Le puse queso al pastel, como te gusta. Te amo, decís, mañana al mediodía lo pruebo. Pero ya es tarde, demasiado tarde.



II

Aún no comprendo qué nos llevó a detenernos en lo de tu amiga Natalia.
Eran nuestras vacaciones. Habíamos acordado estar los dos solos el mayor tiempo posible; pero insististe con que ella era tu única amiga, tu “verdadera” amiga; que hacía tiempo no veías y que era la oportunidad para que yo la conociera. Tal vez por eso accedí a que pasáramos por su casa. Además, según vos, sería tan sólo cenar y dormir: por la mañana temprano reemprenderíamos el camino a la montaña.
Cuando llegamos a la casona inglesa, rodeada de árboles, te miré con asombro y me preguntaste qué me pasaba. Iba a decirte que sería maravilloso vivir en un lugar así, pero del otro lado de la reja había aparecido Natalia. Al verla, tu cara se transformó. ¿Cómo podía ser que en más de cuatro años juntos jamás te hubiese visto sonreír de esa manera?
Bajaste del auto y corriste. Se abrazaron y se dijeron cosas al oído. Yo había quedado al lado del auto, con la puerta a medio abrir, mirándolas. A juzgar por las fotos del viaje a México, que alguna vez me mostraste, Natalia no había cambiado en su aspecto físico: el color del cabello y el corte seguían siendo iguales, y su cuerpo delgado mantenía las formas de la adolescencia.
Nos presentaste.
Después de entrar el auto, Natalia nos mostró la casa y nos contó un poco sobre la historia de cómo había logrado quedarse con ella a pesar de la separación. Recorrimos la planta baja y luego nos llevó a ver el parque. Dos perros custodiaban la gran pileta de natación vacía. Al fondo, un quincho ocupaba casi todo el ancho del terreno.
La idea del asado fue mía. Así que me hice cargo tanto de la preparación como de ir a buscar la leña. Para eso tenía que cruzar al terreno vecino, a la arboleda de atrás del quincho.
Eran las cinco de la tarde. Natalia me dijo: te conviene ir ahora, apenas empiece a oscurecer no vas a ver nada. En ese cuartito, continuó, hay un hacha y un machete, y señaló hacia la puerta que estaba a la derecha del asador.
No pude dejar de recordar ese cuento de Carver que tanto te gustaba, aunque la situación poco tenía que ver.
Pensé primero en usar el hacha, pero una vez que la vi, opté por el machete que me pareció más manejable. Salí del cuartito, ustedes habían regresado a la casa, y me dirigí hacia el alambrado. Los perros me siguieron y tomaron la delantera, indicándome por dónde cruzar. Evidentemente conocían este tipo de excursiones. Ya en el terreno vecino, los seguí entre los árboles. No habíamos hecho ni diez metros cuando comenzaron a torear y se alejaron corriendo. Los perdí de vista, pero seguía oyendo los ladridos. Ya volverán, pensé. Luego me dirigí hacia la derecha hasta que di con un árbol seco. Arremetí contra él. Apenas empecé con los machetazos, los perros volvieron y se echaron a mi lado mientras cortaba la leña.
Diez minutos después, tuve que parar. Caí en la cuenta de que el hacha habría sido más efectiva.
Me senté sobre una piedra y prendí un cigarrillo. Me entretuve observando el valle. El lugar era magnífico, y el silencio era tal que pude oír cuando ustedes regresaron al parque. Con cautela, me acerqué hacia la pared del quincho. Volví a sentarme. Los perros me siguieron. La acústica del lugar era formidable, tu voz era tan clara que parecía que hablabas a mi lado. Entonces, pude escuchar cada palabra de lo que le contaste a Natalia.

Volví hasta el árbol seco y terminé con él como pude. Hice tres viajes para transportar la leña. Cuando llegué con la última carga, Natalia me esperaba con una lata de cerveza. Vos no estabas. Me dijo que habías ido a bañarte. A mí no me vendría mal, dije, hace mucho calor. Sí, es cierto, dijo, igual a la noche va a refrescar, por la radio anunciaron tormenta a la madrugada. Miré hacia el cielo buscando alguna nube. Fue un gesto automático, lo mismo que bajar la vista y encontrarme con sus ojos, mirándome, como los hombres miramos a veces a la mujer de un amigo. Está buena la cerveza, dije. Si querés ducharte, dijo, hay otro baño arriba.
Cruzamos por el pasillo principal de la casa hasta el comedor. Llegamos a la escalera y me detuve un momento para verla subir. Comprobé que Natalia tenía la misma manía que vos: subir los escalones en puntas de pie. Giró y me dijo: Deberías aprovechar para traer los bolsos y dejarlos en la pieza. Asentí y fui a buscar nuestro equipaje que había quedado en el auto. Volví con ellos y subí la escalera. Natalia se asomó por la puerta de una de las habitaciones. Traélos acá, me dijo. Era la pieza donde dormiríamos vos y yo esa noche. Luego me indicó el baño. Antes de que se fuera le pregunté si no le daba miedo vivir sola en una casa tan grande, tan lejos de la civilización. Me respondió que no, que tenía a sus dos perros, que a la noche se quedaban adentro. Me sigue pareciendo más peligroso vivir en una ciudad, dijo.
La ducha me renovó. Mientras me secaba, tus palabras volvieron a resonar en mí; intenté darles otro sentido, pero fue inútil.
Bajé y las encontré a las dos en la cocina, conversaban y bebían cerveza. Busqué una lata y salí al parque. Era tiempo de encender el fuego.
Cuando el asado estuvo listo, supe lo que tenía que hacer. No habría marcha atrás.
En el único momento que pensé en otra cosa fue durante la cena, cuando Natalia relató la historia de cómo te conoció. Admito que conversamos bastante más de lo que yo había imaginado soportar. Igual, les llevé la corriente hasta donde pude. Mentí con eso de que me sentía un poco mareado, para poder dejarlas a solas.
Tirado en la cama, con la ventana abierta, podía escucharlas conversar. Esperé que una de las dos volviera a tocar el tema de la tarde. El cansancio pudo más.
Me desperté por los ruidos de la tormenta, el radio reloj mostraba las 4:00. Vos dormías a mi lado. Afuera el viento agitaba los árboles y los relámpagos iluminaban la habitación. Me levante y cerré la ventana. Desde allí, con cada destello, veía la pileta, el quincho y, más atrás, el terreno vecino.
Fui hasta el baño. En el pasillo me encontré con los dos perros, movían la cola y me daban lengüetazos en las piernas. Miré hacia la habitación de Natalia: la puerta estaba abierta. Me acerqué. Como en la tarde, los perros se adelantaron. Lo entendí como una invitación a entrar. Tu amiga dormía boca abajo, apenas tapada por la sábana. Con cada relámpago, pude observar su cuerpo desnudo.

Bajé a la cocina. Los perros me siguieron. Bebí un vaso de agua. Fumé un cigarrillo mientras miraba la tormenta por la ventana. Lo acabé y prendí otro. Lo fumé. Abrí la puerta que daba al parque y caminé bajo la lluvia hasta el alambrado. Esta vez, los perros no vinieron. Crucé al terreno vecino y fui hasta la parte trasera del quincho. La lluvia parecía perder fuerza. Avancé hasta encontrarme con lo que había quedado del árbol seco. De haber elegido el hacha, pensé, nada de esto habría sucedido.



III


Es nuestro primer viaje después de lo sucedido en el verano. Volvemos a casa. Medimos cada palabra como si fueran nuestras últimas municiones en el frente de batalla: un diálogo mutilado, artificial, que no deja lugar a desacuerdos. Hacemos comentarios sobre lo que vamos oyendo en la radio: diferentes estaciones que nos acompañan a lo largo de los trescientos kilómetros de autopista.
Escuchamos de todo, hasta algún que otro tango, como si fuésemos exiliados. Cuando suena una canción que me gusta, subo el volumen. La ruta se hace más áspera y las gomas del auto muerden el asfalto. Acelero. Recorremos varios kilómetros. De repente, un alambre de luz paraliza el aire y raya el este del paisaje: no habíamos advertido la tormenta. Bajo la velocidad. Los campos sembrados oscurecen por los nubarrones invaden el cielo: caen las primeras gotas contra el parabrisas. Apago la radio. Siento tu mano sobre mi pierna. También yo tengo miedo. Mi vista se agudiza, estoy atento a lo que sucede a nuestro alrededor. Es mucho lo que deberíamos decirnos, pero hablar durante el viaje es uno de los lugares comunes que quiero evitar. Miro por el espejo. Una camioneta, a gran velocidad, nos pasa y se aleja, desaparece tras la densa cortina de agua.
Media hora después, una de las calzadas está interrumpida; vemos ambulancias y vehículos de la policía por todas partes. El tránsito es un caos. Una camioneta, la ue nos había pasado, creo, está tumbada sobre la vía lenta. Disminuyo la velocidad. Unos metros más adelante yace un perro al costado del camino. Parece respirar. Nos miramos. Dirijo el auto hacia la banquina y detengo la marcha. Sin pronunciar una palabra, bajamos. Nos detenemos frente al cuerpo exánime: los ojos húmedos, la lengua contra el barro ensangrentado. La lluvia nos moja, es el momento ideal para llorar, pienso. Agarramos al animal que aún está tibio y con dificultad lo cargamos en el asiento de atrás.

Llegamos a casa y ya no llueve. La tierra del jardín está blanda. Lo primero que hacemos es enterrar al perro. Sepultamos también nuestra ropa húmeda de agua y sangre. Desnudos, nos miramos.

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