Hace unos días desperté de madrugada, empapada en sudor, por una temible pesadilla. Viajaba en un taxi hacia casa. Iba apurada y me sentía sucia e inmoral, sensaciones que se manifestaban con un vacío en el estómago y una cosquilla en la vejiga. Había atravesado una jornada laboral cargada de reuniones y discusiones de vital importancia para la marcha de la empresa, pero en ese momento, a bordo del taxi, el temor se debía a otra cosa: el cumpleaños de mi hija. Me lo había olvidado por completo. Es más, había salido de casa sin siquiera recordarlo, nada podía ser peor. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. El mundo se venía abajo y yo con él; debía fijar mi pensamiento en algo concreto para no caer. Héctor no entiende que me cueste mantener la atención en diferentes temas a la vez; él puede, casi todo el mundo puede, yo no. Soy incapaz de hablar más de un idioma a la vez, sé decirle, cuando discutimos sobre el asunto, cosa que sucede muy a menudo. A veces razono conmigo misma ac
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