La Juanita

No le gustaban los besos a la Juanita, pero cómo cogía. A mí me desvirgó. Tenía trece, yo, ella debía andar por los dieciséis, calculo. Igual, cuando te daba era como si tuviera treinta y pico. Sabía lo que hacía la Juanita, no era ninguna improvisada.

Cada polvo es único. Hay mejores y peores; la mayoría, olvidables. Dudo de que mi primer polvo haya sido de los mejores, pero es el que más recuerdo. Fue bueno, después de todo, al menos para mí. Ignoro lo que le pasaba a la Juanita, porque nunca habló mucho, ni antes ni después. Ella te cogía sin pedir nada a cambio, como quien te cede el paso para cruzar una puerta.

Me agarró en su casa, recuerdo. Sobre la alfombra del living me dijo: No te muevas, dejame a mí.

Nada de besos, la Juanita me bajó los pantalones y entró a meterme mano; para lo que me hacía falta, yo estaba listo una hora antes, desde el momento en que me llamó por teléfono y con un susurro me dijo: Vení que quiero coger.

La Juanita desabrochó la bragueta de su jean. Con una mano me tocaba y con la otra me guiaba para que yo hiciera lo mismo en su entrepierna. Toqué el interior de su sexo afiebrado. Al rato me había desnudado. Se me sentó encima y me jineteó como a un subibaja.

Antes dije que la Juanita sabía lo que hacía. Yo estaba por acabar, y ella se quitó el corpiño y soltó sus pechos: en libertad, rebotaban contra el aire.

Después fumamos. Nunca había fumado, también eso aprendí de la Juanita. En cada pitada fui descubriendo el olor de su sexo impregnado en mis dedos.

Durante un sólo febrero me tuvo de alumno. Hasta que se cansó de mí. Durante ese mes me dio para el campeonato. A la siesta, día tras día, en su casa y sobre la alfombra del living, religiosamente, siempre ahí. Aprendí todo su kamasutra.

Temía que nos sorprendiera su padre, así que varias veces intenté persuadirla de ir a su pieza, pero nunca quiso; decía que le gustaba más en la alfombra; que su cama era un lugar sagrado, eso decía.
Era un poco mística la Juanita. Eso también me daba un poco de miedo.

Recuerdo una confesión de la Juanita, de las pocas charlas verdaderas que tuve con ella: dijo que de chica, cuando su padre la llevaba a la plaza, le fascinaba restregarse encima de los bancos de madera, pero que más le gustaba treparse a los postes diagonales de las hamacas; que cuando lo hacía, me contó, sentía que dios le temblaba por dentro.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Cuerpo sudado

Sobre la postergación del deseo

Mercado Libre