Editable

El hombre que será mi editor hace a un lado la primera hoja y continúa la lectura, en silencio. Quedan nueve, pienso.
Recuerdo el origen de esas diez páginas.
Daba mis primeros pasos en la universidad y nos habían encargado redactar una autobiografía breve. Escribir. Lo primero que se me ocurrió fue buscar algo en Internet para cortar y pegar. Una vez que encontrara algo de mi gusto, sólo debía lavarle un poco la cara, cambiar las referencias de lugar y de tiempo, corregir algunas imperfecciones, imprimir el texto y ponerle mi firma. Nada muy distinto a lo que siempre había hecho con los trabajos de la escuela. Pero en este caso nada de lo que encontraba me convencía: cada documento enlazado era una sucesión de lugares comunes, y no era difícil adivinar cuál era copia de copia y cuál no, y cuál lo era de una copia de otra copia. Nada original.
Aún no había encontrado el texto de Parigi y ya estaba a punto de darme por vencido y de ponerme a escribir (crear, redactar palabra a palabra, mis palabras) la autobiografía, al menos para cumplir con la consigna, pero una aguda sensación de orgullo me decía que presentar un trabajo mediocre era un mal comienzo para mi carrera. Yo quería ser escritor. De eso jamás tuve dudas. Cierto que hasta ese momento no había escrito ni una sola línea, de lo que se dice “escribir”, pero sabía, y hoy estoy más convencido aun, de que para ser escritor no se necesita escribir. En fin, ese instinto de auto preservación (orgullo, para muchos) me llevó a insistir un poco más en la búsqueda y a dar con el relato de Parigi. Pero representaba un riesgo, porque Parigi era —todavía lo es— un autor muy conocido. A la vez comprendía que ese texto era lo que yo hubiese querido escribir. No digo literalmente, me refiero al espíritu del relato, a la clase de hechos a los que hacía referencia, a la falta total de lugares comunes, y a la demostración genial del poder de síntesis de prosa de su autor. El texto de Parigi, en definitiva, me fascinaba por completo, oración tras oración, aunque tuviese mis reservas sobre la autenticidad. Es que había algo que no me cerraba: el título del relato: “Peleando la contra”: un verdadero desacierto para un texto tan original. Se sumaba a esto que Parigi no era proclive a publicar sus obras en formato digital. Pero yo no era un experto en la obra de Parigi como para concluir que se trataba de un relato apócrifo.
El hombre que va a ser mi editor lee. Va por la página cinco. Con la mano derecha se rasca la barba, mientras que con la izquierda hace girar la lapicera sobre la segunda falange del dedo gordo, una y otra vez. O lleva años practicando esa diminuta acrobacia, que ya ni cuenta se da, o finge que lee y sólo presta atención al movimiento de la lapicera. Me inclino a pensar que lee. Y de ser así, no apartará la vista del texto ni por un segundo, hasta no haberlo concluido, porque esas páginas, lo sé, son la obra de un genio.
Parigi fue un personaje muy cercano a mi familia, sobre todo a Eva Ludgren, mi abuela, que, como se sabe, pudo haber sido su amante. (Pero esa es otra historia, que alguna vez, alguien se encargará de narrar). El hecho es que, se haya acostado o no con Parigi, durante muchos años fue su correctora y conocía su obra como nadie. Quedaba una semana para entregar la autobiografía, cuando fui a visitarla. La Abuela me contó que Parigi nunca había publicado un relato autobiográfico, estaba segura, incluso, de que él jamás había escrito nada autobiográfico. Igual, quiso ver el texto, “Peleando la contra”, ese que yo suponía que era de Parigi. Le dije que no lo tenía. No entiendo, dijo ella, de dónde sacaste entonces que Parigi utilizó ese título tan feo para un relato suyo. Improvisé: le conté que un profesor nos había encargado escribir un cuento a partir de la frase “Peleando la contra”, y que un compañero había dicho que Parigi tenía un relato autobiográfico que se llamaba así. ¿Y vos desde cuándo escribís?, dijo la Abuela. Desde siempre, dije, desde que tengo uso de razón. La Abuela sonrió pero me reprochó que nunca le hubiese dado nada para leer. Pensé que era hora de mentir un poco más: Me da vergüenza, dije. Sonrío otra vez y me abrazó. Quiso leer mi cuento. Le expliqué que no estaba terminado, que le faltaba mucha corrección. Entonces, quise saber, ¿estás segura de que ese texto no es de Parigi? Segura, pero ¿por qué no hablás con él?, dijo. Primero me negué, luego comprendí que era una oportunidad que no debía desperdiciar: Parigi no reconocería “La vida breve” como suya, y el texto sería mío, la primera de mis obras.
Imagino el ruido de la calle, detrás del vidrio hermético del ventanal, a espaldas de mi editor. Adentro, en su oficina, los únicos sonidos son el suave soplido del aire acondicionado y mis movimientos sobre el cuero del sillón.
La segunda vez que hablé con Parigi, fue por la muerte de la Abuela. Él había llamado. En lugar de darme su pésame, me dijo una de esas boludeces que acostumbran a decir los intelectuales para no bajar a la altura del resto de la humanidad. Le di las gracias por sus palabras y aproveché para pedirle una entrevista, con la intención de ingresar a su taller literario. Me dio la dirección de su casa y me dijo que pasara al día siguiente, a las siete de la tarde, y que llevara dos cuentos de no más de cinco páginas, como para poder leerlos en ese momento. Yo estaba preparado, porque sabía de antemano que Parigi no aceptaba a cualquier imbécil con calenturas de escritor, y para eso había rescatado y reescrito un par de cuentos de otros talleres. A las siete en punto Parigi abrió la puerta. Nos acomodamos en su estudio. Era una gran sala con los muros cubiertos de libros, una mesa larga cubierta de papeles y de libros abiertos, y una máquina de escribir (porque Parigi escribía a máquina, como los escritores de antes; decía que la PC era una molestia, que para lo único que servía era para corregir y que él era un escritor que se equivocaba muy poco). Nos sentamos.
—Empecemos por los cuentos —dijo—. ¿Los trajiste?
Saqué de la mochila las copias y se las pasé. Parigi leía en silencio, sin pausas. Durante el primer cuento, me dediqué a controlar las expresiones de su cara. El hecho de conocer a la perfección cada cada una de las líneas que Parigi leía, me permitía adivinar el por qué de cada uno de sus gestos. La breve sonrisa al final del cuento fue más que un triunfo para mí, porque justificaba mi obra. Parigi tomó el segundo cuento y siguió leyendo, siempre en silencio. Mientras, observé la mesa, traté de reconocer qué libros había y en qué estaba trabajando el último gran escritor del siglo pasado. Además de un libro de Mosteiro, que yo no conocía, me llamó la atención una pila de hojas (eran cuatrocientas, ahora lo sé) cuya primera página estaba en blanco, pero que alcanzaba a ocultar la siguiente completamente escrita. Una nueva novela de Parigi, adiviné.
—Escribís muy bien —dijo Parigi—. La verdad que no tengo mucho para enseñarte.
—Te agradezco el cumplido —dije—, pero creo que me queda mucho por aprender.
Parigi hizo un gesto de asombro que no comprendí, así que continué, decidido:
—Sé que escribo bien, pero me falta algo, no estoy seguro qué, pero me falta, y creo que usted lo tiene, quiero que me lo enseñe.
—La pregunta que deberías hacerte es para qué escribís —dijo—. ¿Te lo preguntaste alguna vez?
—Sí —dije—, escribo para ser un editable.
—Un editable...
—Sí, un editable.
Sonó el teléfono. El inalámbrico estaba sobre la mesa, al lado de la máquina de escribir. Parigi se excusó, giró en la silla, agarró el tubo y atendió. Habló, dijo “sí” un par de veces y luego tapó el micrófono con la palma de la mano. Entonces volvió a excusarse y se dirigió hacia la puerta que estaba al fondo del estudio. Dale, Romano, contame bien qué pasó, decía Parigi antes de cerrar la puerta. No lo dudé, abrí la mochila y tomé la resma. Para cuando Parigi hubiese vuelto al estudio yo estaría subiéndome a un taxi.
—Voy a ser sincero —dice el hombre que va a ser mi editor—, te recibí porque sos el nieto de Eva.
No digo nada, solo lo miro; dejo que el esfuerzo lo haga él. Continúa:
—No soy de recibir a escritores novatos, y menos de leer frente a ellos, pero debe ser el destino...
Sonrío.
—Vamos al grano —dice el hombre que va a ser mi editor—: estas páginas son geniales, pueden ser leídas como un cuento o como un ensayo y en ambos casos el texto es perfecto; creo que, y aunque suene apresurado, ni Gabriel Leira consiguió una síntesis tan ajustada como esta, tan efectiva; pero hay un problema, y está en que ¡son sólo diez páginas! Una vez, poco antes de morir, Parigi me dijo... (¿Lo conoció a Parigi? Era amigo de su abuela. Me mira, hago un gesto afirmativo.) Una vez él me dijo: Un cuento genial lo escribe cualquiera, pero dos, tres...
Entonces, sé que es el momento de hablar. Lo miro, sonrío, y le digo que tengo varios cuentos como para armar un libro, pero que aún no están terminados, que les falta corrección, este es el único que tengo terminado. Estiro una mano hacia las hojas, pero el hombre que va a ser mi editor las aparta, rápido. Se quita los anteojos. Me dice que no me preocupe, que en la editorial hay muy buenos correctores.
—Espero que no tengas problemas con los correctores —dice.
—Para nada.
—Menos mal —dice—, porque cada vez hay más de estos esnobs que creen que todo lo que escriben es sagrado...
—A mí no me importa escribir —digo—, sólo me interesa publicar, quiero ser un editable.
El hombre que va a ser mi editor se queda en silencio, me mira, se pone los anteojos, se rasca la barba y se sienta. Sonríe.
—Conque un editable, ¡nada menos! Quién hubiese dicho, el nieto de Eva, un editable. No es mala idea.
Es todo. Antes de irme, le adelanto que estoy escribiendo una novela, que me llevará tiempo, pero que el trato que acabábamos de cerrar me permitiría dedicarme por completo a ella. Mi editor quiere un adelanto, una sinopsis de la trama, aunque sea el tema. ¿Tiene título?, pregunta. Le digo que no, y que me parece mejor mantener todo en secreto, al menos hasta tener un primer borrador terminado.
—Eso —dice mi editor—, con un primer borrador alcanza, tenemos muy buenos correctores.

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